
En un planeta que parece haberse rendido, la tierra está cubierta de desechos tecnológicos. No hay ciudades, ni árboles, ni voces. Solo placas de circuito quemadas, pantallas rotas y polvo rojo cubriéndolo todo. En medio de este paisaje desolado, una semilla —herida, agrietada, pero intacta— resiste.
Una serie de drones aparece en el horizonte, sus cuerpos metálicos crujiendo, cubiertos de óxido y paneles solares rotos. Sobreviven en el aire. Llevan un antiguo sistema de riego que aún intenta cumplir su tarea. Pero todo lo que tocan está inerte: chips hirvientes, estructuras que rechazan el agua.
Por la noche, nubes cargadas de datos aparecen, desatando un diluvio de información, datos en tiempo real y algoritmos. Así sucede cada noche de tormentas cibernéticas.
Hasta que una mota negra se perfila contra la cálida neblina de la mañana. Un ave. Solitaria. Oscura. Vuela con una hoja en el pico. Aterriza sobre una piedra, inclina la cabeza y deja caer la hoja. El agua cae a la tierra. Algo está sucediendo: la piedra, seca como todo lo demás, emite un chisporroteo, una vibración sutil. Un ciclo empieza a insinuarse.
Las raíces se encienden. No como cables eléctricos, sino como venas vivas. Se extienden bajo el suelo, entre desechos y ruinas. Las vemos atravesar plástico derretido, bordear carcasas de teléfonos, empujar bajo pantallas inservibles. Se infiltran y, entonces: una superficie que parecía muerta empieza a respirar en hilos de luz.
Sí, crear este video también consume recursos. Hay un costo ambiental en cada render, cada descarga, cada proceso. Pero quizás ha llegado el momento de usar la tecnología no solo como un espejo de la humanidad, sino como una aliada de la vida. No para colonizar otros planetas, sino para sanar este. Porque algo todavía permanece bajo la superficie. Todavía late. Y es posible generar conciencia desde todos los campos del conocimiento.